lunes, 17 de septiembre de 2012

Conocí a Víctor Jara...


Eran tiempos tensos que se rompían y derramaban varias veces al día dejando heridas sangrantes en el pueblo chileno. Se trataba de sostener un gobierno que era un sueño, un sofisma arcaico, un caminar al revés, un grito ingenuo e insolente en su búsqueda de igualdad y justicia. Eran los tiempos de Allende.


Las fuerzas oligárquicas no las veíamos, era todo alegría y colores purpúreos con la pala en la mano, con la compañeras que cantaban desgranando choclos y los niños que jugaban al sol. Las preocupadas murmuraciones de Nixon y Kissinger no las percibíamos. Pinochet era un general segundón que buscaba una buena pensión de retiro a través de halagar a los ministros de defensa que le tocara servir. La derecha la constituían un montón de señores obesos que despotricaban en sus clubes. Eran monigotes vetustos y patéticos para nosotros. No advertíamos el fluido viscoso que expelían y que iba cubriendo nuestro suelo.

Víctor Jara era un humilde cantor al servicio de la clase trabajadora. Lo veíamos subir al escenario con su guitarra en cualquier tablado improvisado antes de los discursos. Interpretaba sus best seller sin siquiera pedir algo de agua. El pueblo contaba con él como con el aire frío de la tarde, los carteles pintarrajeados y las lluvias de Junio. No faltó jamás.

Apareció, en 1973, una pasión general por prepararse para el conflicto que sobrevendría, ya no se escuchaban canciones ni discursos, todo se posponía para “después”. Se veían grupos de todos los colores haciendo excursiones a la cordillera o reuniéndose en locales cerrados para después salir recién duchados y con un rictus de furia.

Nosotros no lo hacíamos mejor, nos juntábamos en una escuela universitaria a aprender técnicas de combate cuerpo a cuerpo porque las armas, nos decían, se entregarían en su momento. Al subir al ascensor que nos llevaba al piso que hacía de gimnasio, entró él al final de todos. Era el más pequeño del grupo y se dedicaba escuchar silencioso. En un momento de la conversación, que versaba sobre artes marciales, Víctor dijo:¿No les pasará algo a las manos con estas artes?......yo digo, por la guitarra. Enseguida aleteó con sus dedos campesinos perfeccionados por el ejercicio del arte.

Me decepcioné con la lógica del extremismo del cuál todos padecíamos. El infantil desprecio que sentí por él no se superó con la sonrisa gentil que me envió estando ya en la instrucción. 

Me quiso decir: Compañero, no lo tome a mal.

No lo volví a ver. El Golpe vino al poco tiempo y estuvimos dando vueltas por la ciudad a la espera de algo que nunca apareció. Supe de su muerte y la fruición que pusieron los torturadores con sus manos. Así todo alcanzó a escribir en medio de su reclusión su canto tan famoso:”Qué mal me sale el canto cuando tengo que cantar espanto”.

He llevado dentro de mí desde esos tiempos tan tristes esa imagen. El movimiento de sus cejas sobre ojos vivaces, la sonrisa ancha y los dedos ágiles sobre el encordado.

Aquella vez cuando me despedí de él, no sentí que fuera un gran hombre. Pienso en eso cuando trato de descubrir la estrella a la cual le pusieron su nombre y leo la infinidad de calles y pasajes que ahora se llaman como él.

Cómo iba a saberlo, hermanos, si no parecía un héroe, lo juro, no lo parecía.

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